martes, 20 de enero de 2009

EL STRIP DE LA ALEMANA ( relato ) *


Una mujer muy rara diría el vecindario, ya que casi no hablaba con nadie. Vivía a la vuelta de casa, en una calle que nosotros denominamos Calle Nueva, porque había sido de tierra y cuando se asfaltó la municipalidad no le puso ningún nombre, a pesar del reclamo de los vecinos. Entonces Isidro, un petiso que se pasaba haciendo bromas, se subió un día en una escalera, afirmada contra el poste de luz y clavó, en el mismo, un pedazo de tabla en el que habíamos escrito previamente "Calle Nueva" y allí quedó para la posteridad, si es que no lo reemplazaron después que me mudé.
Era rara la alemana y bastante flaca, pero igual nos gustaba y tenía un andar suelto y distinguido a pesar de sus tres hijas. Se arreglaba con muy poco y casi ni se pintaba, no hacía falta porque era muy bonita. Cuando venía a la estación Las Barrancas, a tomar el tren, le mirábamos las piernas y el cuerpo que le conocíamos de memoria. Sacaba boleto y se iba, mientras nos saludaba sólo a José y a mí, mirándonos de reojo y riéndose.
Una tarde la vi muy acurrucada con un tipo, cerca de la estación Borges, a pesar de su marido y las tres nenas. Me dio un poco de rabia haberla descubierto en ese desliz, pero al poco tiempo viajaba, a Alemania, sola y el marido se traía a otra mujer para cubrir su ausencia y el cuidado de las niñas. A vecinas insidiosas que le preguntaron por su mujer, él les habría respondido que había hecho un viaje al exterior y que ésa era su hermana, que venía para darle una mano en la casa. Cuando volvió de Alemania estaba más gordita, quizás dos o tres kilos y nos imaginábamos con José, lo que iba a ser ese verano en la playa. Las mujeres del barrio, conmovidas por el gesto de su cuñada, que justo desapareció unos días antes que ella volviera, se lo comentaron, a las que les respondió soltando una carcajada: "¿qué cuñada?, si mi marido no tiene ninguna hermana".
Al llegar el tiempo acordado, como en un pacto secreto, ella esta allí. ¿Sabía que nosotros la fisgoneábamos? Pero si lo sabía, le importaba un rábano. Llegaba con una de las nenas, la más grande, que debía tener nueve o diez años, casi como nosotros, se desnudaban y dejando sus vestido sobre las toscas se metían en el agua. José decía que, con esos dos kilos de más, estaba mucho mejor. José y yo, nos hacíamos los tontos y tendíamos a meternos en el río, pero como a media cuadra y observando disimuladamente. Cuando ella nos veía, creo que a propósito, emergía de las aguas dejando ver primero sus pechos, luego se zambullía y venía lo de más abajo. Y así pasaba largo rato, entrando y saliendo del agua, dejando ver más arriba y más abajo, infinidad de veces: tetas, entrepiernas y piernas, todo se confundía en un chapoteo de aguas cuyas gotas se elevaban como perlas y que el sol tornaba incandescente con sus rayos. El río se mimetizaba con los pigmentos de su piel bronceada, su cuerpo era un delfín enloquecido que vibraba en el aire de la tarde, conjuntamente con nosotros que la mirábamos alucinados, casi místicamente, con ojos infantiles porque era la belleza que estaba más allá de todo sentido de posesión y que conformaba el precioso equilibrio con todo el entorno.
Cuando empezaba a nadar, sabíamos que la función había terminado; al poco tiempo le decía a la nena que volviera a la playa y ella se internaba en aguas más profundas para nadar. Ahí terminaba el primer acto, el trascendental, y corríamos a escondernos entre los juncos que circundaba las toscas.Al poco tiempo llegaba y empezaba a trotar desnuda, haciendo ejercicios con los brazos y el cuerpo, la nena la imitaba. Tomaba un poco de sol, acostada en las rocas, primero boca abajo y después a la inversa; luego poniéndose el vestido y las sandalias, únicos atuendos, se iba así tan fresca como había venido con su hija.
Esa ceremonia se repetía casi todos los días, menos los sábados y domingos, en que venía más gente y a pesar que ese era un lugar alejado, podían ser vistas.Con José, nunca comentamos nada a los otros chicos ni a nadie. Ese era, casi, un acuerdo entre ella y nosotros. No podríamos acordarnos cuanto tiempo se repitió ese rito. ¿Un día, perdimos interés por ella o no quiso exhibirse más? Lo cierto es que dejamos de ir a la playa deseada. A la alemana, si alguna vez la vimos en el río, estaba con malla. Concretamente había adelgazado un poco y eso, según José, y las chicas nuevas que habían venido al barrio, tal vez serían las causas que no fuéramos a la playa para verla como antes. Además su cuerpo no era ningún secreto para nosotros, lo conocíamos con pelos y señales, quizás ni su marido o amante se dieran cuenta de ese lunar chiquito que tenía, casi en el pubis, muy cerca de la línea que Adán franqueó por primera vez en el paraíso.
J. C. Conde Sauné *Integra parte del tomo inédito "Dos veces el mismo río".

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