Antes de que me ocurrieran estos episodios, me preguntaba cuando uno se da cuenta que está viejo y los hechos me pasaron simultáneamente. Estaba esperando en Once el 98, tranquilo haciendo cola para ir sentado. No era cuestión de ir parado, después del amasijo diario. De esa manera me sentaba en el fondo, en la popular como llamaba a los asientos allí ubicados. De pronto vi a una señora, de esas mañosas y pícaras, que se deslizaba de costado cuando se arrimó el colectivo para que la gente subiera. Un hombre, que estaba delante mío, protestó y yo le hice pierna: "¡estas viejas siempre colándose!". La aludida señora se dio vuelta y me contestó: "yo no me estaba colando señor, quería ver el cartel para saber de que ramal es el colectivo, aparte fíjese que usted tampoco es un pibe que digamos". Me acostó la vieja y subí al bus un poco azorado. Al tomar velocidad el vehículo, empecé a sentir frío, era un otoño fresquito y no podía cerrar la ventanilla, por más fuerza que hice. El muchacho, que venía sentado a mi lado, me dijo: "deje don que lo ayudo". Le dio un tirón calculado y a media máquina, cerrando la ventanilla. Le agradecí al muchacho, pero ese "don" me dejó en la hueste de los que van al retiro. Siguió avanzando el colectivo y en Constitución estaba lleno hasta el tope. No sabía cómo, pero hasta ese lugar inexpugnable había llegado una chica pálida y a punto de desmayarse. Me levanté para darle el asiento, pero ya otra chica que venía sentada adelante, de la fila del fondo, se levantó antes, ayudó a la que se sentía mal y la sentó al lado de la ventanilla, en donde ella había estado. Quise darle el asiento a la buena samaritana, pero ésta me dijo: "no, no hay problema, no se moleste señor quédese ud. sentado"; haciéndome una sonrisa tierna y cariñosa. Lo interpreté como "abuelo quédese sentado a ver si se me desmaya ud. también".
Mejor que los espejos, sirven los viajes en colectivo para deschavar la edad.
J. C. Conde Sauné
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