martes, 28 de marzo de 2017

ESTACIÓN "LAS BARRANCAS" (relato) *

¡Cómo me atraía esa estación, enfrente de mi casa! Era misteriosa y sombría en invierno. En verano, en cambio, por la gente que venía a los balnearios se convertía en una romería. Como decía, en invierno uno se podía sentar en los andenes hasta sentir el cimbrar de los rieles, entonces, con el corazón golpeándonos en la garganta, nos levantábamos para ver entrar el tren de color marrón desteñido y triste. El jefe de la estación salía y tocaba la campana, con señorío, para darle salida. El jefe tenía una gorra con letras doradas y unas mangas negras que le cubrían la mitad de los brazos. Alguna vez con Dumbo soñábamos ser jefes de estación. Nos parecía una profesión importante. Además don Lucero (así se llamaba el jefe), en algunas ocasiones, cuando no había mucha gente, nos dejaba marcar en el fechador, boletos viejos que encontrábamos en los andenes. El Nené, a veces, se agregaba a nosotros y corríamos carreras para ver quien pasaba primero, el puente que cruzaba las vías. En una ocasión, el Nené cruzó por el medio de las vías saltando el alambrado, don Lucero lo vio y lo retó diciéndole que eso no se podía hacer, pues el tercer riel, con electricidad, era muy peligroso. También amenazó con avisarle a la madre.
La estación me encantó, desde el primer momento en que nos mudamos a ese barrio. No sé, si es porque tengo una debilidad manifiesta por los trenes; imaginaba, desde muy chico, que podíamos trasladarnos con ellos a lugares extraños, aun fuera del país, a ciertas regiones desconocidas, de las cuales, sólo teníamos referencias por las láminas de los libros y algunos mapas.
El jardín con palmeras, rosas chinas, azaleas y algunas plantas de jazmín, resultaba realmente fantástico. Estaba cerrado con un cerco de alambre, reforzado con una hilera de púas en su parte superior. Sin embargo, con Dumbo, lo saltábamos para ir a sacar flores que después les regalábamos a las chicas del barrio que nos gustaban. Lo hacíamos el día que Benítez estaba de auxiliar, por lo general cubría los francos de don Lucero. Sabíamos que era un individuo de pésimo carácter. Una vecina, en una ocasión, le había pedido el libro de quejas. Alegaba que aquél, no le había querido decir: "a la hora que pasaba el tren para Retiro". Benítez le había respondido de mala gana: "ahí afuera está el horario". Entonces estando Benítez de auxiliar, la aventura tenía otro color. Agitados a más no poder, sacábamos las flores temiendo ver de repente la gorra empinada en un semblante gestudo y rechoncho y el guardapolvo gris. A Dumbo se le ocurrió pensar, que se parecía a un jabalí. Si es cierto, que un jabalí puede llegar a ser auxiliar de una estación. Otras veces, le golpeábamos la ventana que daba a la calle Juan Díaz de Solís y corriendo, antes que abriera las celosías para ver quien era, nos trepábamos rápidamente a los plátanos que habían frente a la estación. Además, Benítez era un tipo jodido; había puesto una foto grande de Perón en la boletería y le dio una al tano Lanzani, el guardabarrera, para que la pusiera en la casilla. Lanzani le dijo: "me fui de Italia para no verle la jeta al "Duce" y vos querés que ponga la foto de su alumno. Benítez lo delató y echaron al tano del ferrocarril. Algo que les dio mucha bronca a los vecinos que apreciaban al tano.
Jugar a las escondidas, también era un deleite. Teníamos mil recovecos para escondernos, inclusive el techo del baño de hombres, que era bajo y fácil de subir. Ahí ascendíamos e imitando a Tarzán nos colgábamos de una rama, saltando a la calle por el otro lado del andén, para tocar piedra. El que nos buscaba, era atraído por los ruidos que hacíamos nosotros, a propósito, escondidos en el alero del tejado. Cuando nos descubría, tenía que llegar a la boletería y recién salir a la calle; perdía siempre. Otra variante: se podía jugar a la pelota. En la vereda, dos plátanos nos servían de arco para el "mete-gol-entra". O haciendo jueguitos y pases, le tirábamos al arquero que, casi siempre, era Isidro y le gustaba mostrar su elasticidad de gato y desde el arco, relataba el juego a la manera de los relatores de fútbol. Había dos puentes de madera con acceso a la estación: uno se comunicaba con el balneario "Arenas del plata" y el otro, con el balneario del mismo nombre que la estación; en donde trabajaba mi padre.
En verano, como decía, era más entretenido; pero, sin duda, el invierno se llevaba mis preferencias. Don Lucero solía contarnos los libros que había leído en su juventud, siempre sazonados por experiencias amorosas que él había vivido. Se sabía, de memoria, poemas enteros de Rubén Darío y nos escribía en un papel, con su letra prolija y ostentosa, algunos de ellos para que se los dijéramos a las chicas...
Algo intenso, cierta parte de nuestra vida que nos fueran hurtando subrepticiamente sentí, hace años, cuando supe que por sus vías ningún tren se deslizaría jamás. Que habían clausurado el tramo desde Borges hasta Delta. El nefasto Plan Larkin estaba en marcha, efectuado por un gobierno que se proclamaba "desarrollista". La estación, posiblemente, sería demolida y sólo la memoria y este cuento quedarían como punto de referencia. Es como si, súbitamente, nos fuera dado volver a la niñez y no encontráramos ese juguete, querido y protector que nos hiciera tan feliz...
Muchos años más tarde, fue nuevamente habilitado aquel tramo hasta Delta; y Bartolomé Mitre, su inicio, pasó a ser Maipú. Ahora con un destino turístico como "Tren de la costa" y mi estación de la infancia se llama hoy "Barrancas". Y el jardín encantado ya no está.
J. C. Conde Sauné     *     Integra el tomo "Dos veces el mismo río"    

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