sábado, 15 de marzo de 2008

DESPUÉS DE LA RICHMOND *


¡Qué amargura
la de estar de este lado
sabiendo que enfrente
nos llama el pasado!...
(Cafetín) Homero Expósito

Quizás, con Baralis y Elvino Vardaro, Francini sea uno de los tres violinistas más grandes que ha dado el tango.
Recuerdo, por ejemplo, los solos de “Marrón y Azul” o de “Los mareados” en el Octeto Buenos Aires. O esa otra hermosa joya de “Yo quería ser feliz” con Héctor Stamponi. Eso no quiere decir que haya otros grandes violinistas en el tango: Nichele, Suárez Paz, Abramovich o Marcelli. Pero ser violinista de tango, requiere antes que nada: vibrar en tango y encontrar la cadencia justa en su melodía o en el pizzicato marcando el compás, aparte de la técnica y dominio del instrumento.
En esto pensaba, cuando vi el lugar en que se encontraba la Richmond, al doblar en Esmeralda; o al verlo es que pensé en todo aquéllo o ahora se me confundieron las ideas y no sé más nada. Lo que sé en concreto, es que me acerqué al lugar con mucha ternura y tratando de recordar cómo era entonces. Fue al asomarme a las vidrieras ya devastadas de lo que fuera un grill o algo así, después de la confitería, ahora en ruinas, posiblemente por cambio de firma, que como un relámpago me vi sentado con Mauricio a una mesa como hace veinte años, viendo precisamente a la orquesta de Enrique Mario Francini. Fue un relumbrón, pero me vi allí tal como era, sólo en un momento fugaz, pero que me dio la certeza exacta de haber estado ahí, sentado con Mauricio y yo que giraba la cabeza repentinamente. Un breve instante y después toda la normalidad: escombros por todos lados y el polvo blancuzco de cal. Me quedé mirando por el vidrio, un tanto confundido por esa alucinación. Después me fui caminando lentamente mientras ordenaba las ideas y pensaba mejor en todo lo que había visto. Sabiendo exactamente, que no pensaba en eso cuando me acerqué allí. Pero claro, ahora estaba la certeza del pensamiento y el porqué de ese pensamiento y de esa visión. Necesitaba coordinar bien todo. No era cuestión de sentarse en un bar y tomarse un par de whiskys, había que estar bien despejado. Caminando hacia la Avda. Córdoba fui hilando mejor los hechos. Recordaba, entonces, que trabajaba en una oficina de la Avda. Corrientes. A la salida del trabajo, casi siempre íbamos con Mauricio, compañero de trabajo, a algún lado a bailar. Él tenía más suerte que yo, porque bailaba muy bien. Yo era bastante malo bailando el tango y me costaba que alguna chica quisiera bailar conmigo. Recorrer Corrientes y meterse en la Montecarlo, en el Sans Souci o el Picadilly era cosa frecuente. Muchas veces íbamos, también, a la confitería Richmond, ya habíamos visto allí a las orquestas de Horacio Salgan y de Alfredo Gobbi. El recuerdo más nítido era el de Gobbi. Lo veía siempre con su pinta de muchacho bohemio y su aire pálido- tristón y el violín que salía como un quejido, detrás de la fila de bandoneones, en el adagio. Una tarde a la salida, vimos que el cartel de la confitería anunciaba a la orquesta de Francini. Hacía poco que Francini se había desvinculado de Pontier, luego de conformar una de las orquestas de vanguardia de la época. El día que íbamos a ver a Francini yo no tenía plata. Mauri me dijo: “no importa, yo te banco”. Siempre procedíamos de la misma manera, Aún en el hipódromo, cuando uno de los dos se quedaba sin plata. El otro apuntalaba y las ganancias a medias. Entonces Mauri volvió a repetir: “vamos igual que yo tengo guita”. Cuando entramos, los músicos estaban afinando los instrumentos. El escenario quedaba en el fondo, frente a la puerta y a un costado el mostrador. De allí en adelante, se acomodaban las mesas hacia la entrada del salón. Un locutor, no muy sobrio, anunciaba ostentosamente a la orquesta. No recuerdo muy bien, si el primer tango que ejecutaron fue “La trilla” de Arolas, lo que sí me acuerdo es que de repente el locutor dijo: “a continuación la orquesta de Enrique Mario Francini va a estrenar un tango de Astor Piazzolla ‘Melancólico Buenos Aires’ –y señalando hacia un lugar determinado del público- el maestro Piazzolla se encuentra entre nosotros”. A lo que Piazzolla se levantó, casi mágicamente, entre una de las mesas e hizo una reverencia hacia la gente y la orquesta. Esta arrancó con todo, dejó atrás la primera parte y entró en el adagio, de uno de los tangos más hermosos que Astor haya compuesto. Era como si toda la melancolía y la bruma de un otoño en Buenos Aires, (porque lo tuvo que haber creado, mirando a través de una ventana hacia el otoño o en el adiós de una despedida, cuando las imágenes distantes de la ciudad aún titilan en los ojos y una semipenumbra tenue va borrando poco a poco las aristas de los edificios) estuviera comprimida en ese pedacito tan mezquino como bello. Mauri y yo estábamos entusiasmados, tanto que no vimos como,paulatinamente, se iba llenando el salón. Hacia el final de la primera entrada de la orquesta, me di vuelta para mirar a la gente que iba ingresando. Entonces fue que sentí un estremecimiento y quedé temblando. Mauricio me dijo: “¿qué te pasó che?”. “No, nada, nada”. En realidad no había sido nada de mucha importancia o claro después tendría importancia. Allá atrás recortado sobre el vidrio fue que lo vi. Miraba de una manera extraña, casi ensimismado. Y era la cara de esa persona, recortada sobre el vidrio, lo que me había estremecido. Ese alguien tenía mi cara, no como la de entonces, sino como la de ahora. Mucho tiempo después... después de la Richmond.
J. C. Conde Sauné            *    Integra el tomo "Mis cuentos diversos"

No hay comentarios:

Publicar un comentario