miércoles, 24 de septiembre de 2008

TAN LEJOS DEL INVIERNO Y SU PARED CON HIEDRA (relato) *


Primero estaba recorriendo el patio del colegio, en un día de invierno, muy frío y muy nublado. Fui caminando despacio y en un rincón solitario y alejado un chico comía dulce de leche de un tarrito. El muro del patio era muy alto y algunas veces con Dumbo lo trepábamos sin animarnos a saltar para el otro lado. Era un muro todo recubierto de hiedra. En ese viejo patio de ladrillos, a veces, jugábamos al fútbol y corríamos como locos hasta casi caernos de cansados. También en el comedor de la escuela, jugábamos hasta volver locos a los curas, que siempre averiguaban quién había tirado la sopa debajo de la mesa. Si no comen la sopa no hay postre, decían. Y el arroz con leche y canela y ese sabor tan especial y después toda la tarde y el aburrimiento del catecismo y las oraciones para que no venga el diablo, que lo imaginábamos oscuro y triste como las sotanas de los curas y el hermano Patricio recriminándome con su cara toda colorada: “vas a ser un pobre pecador desgraciado toda la vida”. El volver a casa por esa barranca toda frondosa en un silencio de árboles, en San Isidro, por donde solían frecuentar diablos y fantasmas. Todo forma un círculo perfecto, tan perfecto que se lo puede hacer rodar de atrás para adelante y de adelante para atrás infinitamente, tan infinitos como eran los ojos de Yanik y su piel tan suave y tan clara que se iba tostando gradualmente con el sol del verano. Porque la sonrisa de Yanik tenía ese bálsamo especial después de la escuela, cuando le obsequiaba los tréboles de cuatro hojas que íbamos a juntar con Dumbo al lado de la vía y la tarde que no encontrábamos ni uno y entonces Dumbo, después de mucha búsqueda, encontró uno y dijo hoy es mi día de suerte. “¡Oh qué suerte tengo! –dijo”. Hasta sentir el ruido del tren que se acercaba sigilosamente y había que saltar una zanja para alcanzar el tren y Dumbo no se animaba, yo no sé como hice pero la salté y Dumbo dio todo un rodeo y perdió el tren, mientras que a duras penas yo pude subir y lo tomé y entonces Dumbo se enojó y no me habló por unos días, así hasta casi una semana y Dumbo sin hablarme. Hasta que un día, yo me había gastado toda la plata, que me daban en casa, en galletitas y me tenía que ir caminando como veinticinco cuadras porque los guardas del tren me la tenían jurada, siempre viajaba de colado. Y era Dumbo que se había subido al carro del repartidor de pan y me tiraba su boleto para que yo pudiera tomar el tren. ¡Gracias Dumbo que buen amigo sos! Y después ya vamos a hablar y se te va a pasar la bronca. La colección de mariposas que le iba a regalar a Yanik es tuya, yo te la doy. ¡Pero que atorrante que sos Dumbo, ahora vos se la regalaste a Yanik! Pero no importa yo igual no me enojo, uno puede hacer lo que quiera con lo que le regalan. Y otra vez volver a la escuela, ese socavón gris y melancólico y tedioso, todo lleno de musgo en las paredes y de ventanas desteñidas y de voces chillonas: no hablen no se muevan y escuchen. Pero siempre quedan las tardes que aunque sean de invierno son agradables, tal vez no tanto como las del verano. El verano es ir a correr por la playa y ese río de agua tan sucia y oscura que juega y se balancea en un cariñoso abrazo con la arena. Sí, después en vez de jugar al fútbol para variar mejor preparamos una jabalina, yo sé como hacerla. Elegimos una buena caña bambú. ¿Ves? Ahora le ahueco el extremo más grueso hasta vaciarlo bien. Después consigo un poco de plomo y lo derrito. No va a ser difícil conseguirlo. Cuando mi viejo se vaya a dormir la siesta, le saco un poco de la caja de herramientas y lo derretimos en un tachito. Yo sé como hacerlo. Ya está, así el fuego con unas ramitas, de esas que dejaron cuando podaron los árboles de la estación. ¿Ves qué fácil? Ahora rellenamos el hueco de la caña y ya está la jabalina. Vamos a probarla en la playa. Primero tiro yo para ver como anda. Anda una barbaridad, ahora vos Dumbo. Bueno empezamos, el que la tire más lejos gana. ¡Qué buena marca hiciste Dumbo! ¡No ahí está, ya te pasé! Y después el Nené: “y che qué carajo hacen, ese es juego de maricones, mejor hagamos un picado”. No, Nené. ¿Qué querés, hacer un picado de tres? “No, ahora viene el pibe que vende los diarios, el Bernardo. Ahí está Berni, ves como yo sabía que venía. Dale flaco tirá los diarios y juguemos un picadito”. “No, no puedo tirarlos, estás loco vos, querés que el patrón me raje”. “Bueno no los tirés, pero juguemos un partido”. Bueno jugamos. ¡Ay, pajero de tipo cómo da patadas! “¡Qué patadas si no te toqué!” ¡Cómo me sigan cagando a patadas, me llevo la pelota y no juego más! “Andá sos un maricón, bueno vení no te damos más patadas”. Aquí te dan como locos. En la escuela es mejor, nunca dan patadas, los curas se la pasan vigilando. Si te agarran dando un guadañazo, andá y rezate diez padrenuestros y diez aves marías. ¿Y cuantos tendría que rezar, por haberla apretado a Yanik para que entrara conmigo en el mismo escondite cuando jugábamos a las escondidas? No mejor no se lo digo o el fuego me puede quemar. Y si me pregunta el que confiesa le digo que no, que jugábamos pero sin maldad, aunque tal vez con sólo mirarme se dé cuenta. “¿Decís malas palabras?” No. “¿Te tocás?” ¿Cómo, no entiendo? Sí que entiendo, pero me hago el tonto. Dios está tan arriba, que a lo mejor no se da cuenta. Yo no creo que pueda ver todo. ¿Cuántos ojos tiene para ver todo? ¿Y qué sabe si lo hago sin darme cuenta? Aparte no creo que tenga ojos como los gatos, para ver en la oscuridad cuando estoy escondido con Yanik. Pero él lo sabe, dice el hermano Patricio. ¿Cómo? No lo sé. Lo único que sé, es que la escuela no me gusta y menos esos pebetes con dulce de leche que vende el hermano Esteban. El dulce de leche sí, pero el pebete que pan estúpido, todo blandito, parece que uno masticara esponja. Cuando lo comento en casa, mi viejo dice: “tendrías que saber lo que es pasar hambre”. Él siempre tiene todas las respuestas, para taparte la boca. Ahora estoy cansado y me voy a dormir y no vaya a ser que sueñe con el patio del colegio y su muro tan alto recubierto de hiedra y esa sopa tan pegajosa como engrudo, toda llena de no sé qué cosas. ¡Oh sí, me gustaría soñar con los ojos de Yanik y la jabalina que vuela tan alto! Sola y suspendida allá arriba y que atravesando el aire llega cerca del río. ¿Porqué, a veces, me gusta tanto estar solo? ¿Porqué camino por la playa y busco lugares apartados, entre las toscas, en donde sentarme sin ser visto? Y me quedo tendido sintiéndolas caricias del sol, que tiene el hocico caliente como mi gata Caranchita y así estoy soñando con lugares donde no haya escuelas, ni sopas, ni diablos, ni muros con hiedras que no se puedan saltar. Un lugar donde todo es un rumor de río y de rozar alas de gaviotas. Adonde el viento del río juega con los juncos hasta hacerlos balancear, suave, pero tan suave que ni la tarde se despierta y se queda quieta, muy quieta. Yo también me quedo como suspendido en el aire, muy quieto, acostado encima de las rocas que, repentinamente, ya no son rocas, sino un sillón confortable de mimbre y los juncos crecen hasta transformarse en retamas y los pastos salvajes de la costa ahora son azaleas y cuando siento que el sol ya no me acaricia, descubro a un tilo que lo tapa y el suave estremecimiento del follaje y su fragancia sedante y el alboroto que hacen los gorriones en sus ramas y el picaflor oscilando arriba de las azaleas y treinta años que pasaron... tan lejos del invierno y su pared con hiedra.

J. C. Conde Sauné  *  Integra el tomo inédito "Dos veces el mismo río"

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